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Olimpiada de ajedrez: Miguel Najdorf y la travesía del Piriápolis

El ajedrez finalmente dejaba atrás al Viejo Continente. Vientos de guerra soplaban por todas partes, mientras yo, el Piriápolis, orgullosamente me dirigía, con mi enorme carga de ajedrecistas a bordo, hacia la capital argentina, donde se efectuaría la octava versión del “Torneo de las Naciones”, que luego sería reconocido como la Olimpiada del bien llamado “juego ciencia”.

Me aseguraron que sería un largo viaje; pero nunca imaginé que las aguas del océano Atlántico fueran tan tempestuosas. Todavía no había llegado la etapa de los submarinos nazis que acabaron con la existencia de tantos parecidos a mí; aunque el peligro podía sentirse por todas partes, incluso los conflictos iban sobre mi cubierta.

Faltaba un poco para el inicio de la mayor conflagración bélica de la historia y por supuesto que en aquel momento no tenía noción de cuánto cambiaría el mundo en cuestión de días. Alemania había ocupado a Austria y por eso el equipo germano estuvo conformado por jugadores nacidos en Viena, entre ellos el primer tablero, Erick Eliskases y el capitán de la selección, el doctor Becker.

Otro de los germanos también llamó la atención, quizás por su apellido, supongo, pues cuando hablaban de él y mencionaban que era Ludwig Engels, sobrino nieto de Federico Engels, yo podía notar cierta sorpresa mezclada con admiración en algunos; aunque en otros el desconocimiento hacia el significado de ese apellido era muy evidente.

Las cosas extrañas no terminaban allí, pues los checos tampoco pudieron competir como nación. Los oficiales alemanes les permitieron asistir bajo el nada creativo nombre de “Protectorado de Bohemia-Moravia”. Sin dudas el ambiente era tenso y la extensa travesía de más de tres semanas no ayudó mucho a relajar; pero logramos llegar a tiempo a Buenos Aires, la urbe de la que tanto hablaban porque en ese sitio se había vivido el triunfo de Alexander Alekhine, el campeón mundial, sobre el genio cubano José Raúl Capablanca; pero eso había sido 12 años atrás y me sorprendió que el recuerdo de este match estuviera tan presente.

Quedé a la espera de las noticias que provendrían del teatro Politeama, en la avenida Corrientes. Nada parecía más importante en la rica nación sudamericana que aquella Olimpiada; aunque yo presentía que habría problemas y lamentablemente tuve razón. La polémica comenzó por donde menos se esperaba…por una bandera. Los alemanes pretendieron que la esvástica nazi representara al “Protectorado”, en otro intento de probar fuerzas; no obstante, los organizadores protestaron y después de varios desencuentros, la bandera checa original fue izada frente al teatro.

También me llegaron noticias al muelle, donde me encontraba a la espera del ansiado retorno, de importantes ausencias, la mayoría por problemas económicos. Los norteamericanos habían sobresalido en ediciones anteriores de las olimpiadas; sin embargo, los jugadores no recibieron los 2500 dólares prometidos y decidieron no intervenir; tampoco estuvieron Yugoslavia y Hungría. Por todas partes escuchaba los comentarios sobre el monarca, Alekhine, y el posible duelo con Capablanca, el hombre al que le había negado tantas veces la revancha. Además, los rumores mencionaban el mal estado de ánimo del holandés Max Euwe quien no quiso asistir a la Olimpiada, pues se encontraba deprimido por el revés ante Alekhine, en el match por la corona.

El evento comenzó en la fecha prevista y durante la primera fase eliminatoria todo marchó muy bien. A la final avanzaron los favoritos y de los 16 equipos que lucharían por las medallas, solo cuatro eran latinoamericanos, entre ellos Cuba. La calma no duraría mucho tiempo.

La última noche del mes de agosto de aquel inolvidable 1939 fue muy fría, porque el invierno invadía cada resquicio de Buenos Aires y el fuerte viento dirigía olas cada vez más grandes contra mí. Algo estaba por suceder y pocas horas después supe que las continuas olas que chocaron esa noche significaban más que un fortalecimiento de las condiciones invernales. La guerra se había desatado en Europa y sus efectos llegaron de inmediato a los tableros de ajedrez.

Los primeros en reaccionar fueron los ingleses. Tres de sus jugadores optaron por regresar de inmediato a su país y esto forzó la retirada de la selección. Quedaban solo 15 equipos. La paz nunca más regresaría a la Olimpiada. Las protestas de ambos bandos comenzaron a llenar la mesa de los organizadores quienes no tuvieron otra opción que declarar igualados a dos puntos los matches entre Polonia-Alemania y Francia-Alemania, las naciones que ya habían entrado a la conflagración bélica.

Realmente pensé que la Olimpiada tenía los días contados y que mi retorno sería inminente; sin embargo, la presión de los organizadores sobre los capitanes de los equipos pesó más y el torneo siguió adelante; aunque rodeado de fuertes tensiones que disminuyeron la calidad de no pocas partidas.

La prepotencia de los oficiales alemanes que acompañaban a esa selección volvió a hacerse sentir en la sala de teatro. Ellos forzaron a los checos, que competían como “Protectorado”, para que no jugaran sus matches ante Polonia y Francia. La política volvió a jugarse como una partida de ajedrez y una vez más los nazis dieron jaque a los checos que tuvieron que bajar la cabeza y aceptar la repartición de puntos contra polacos y franceses.

Para alegría de los nazis, por lo menos en ese momento, la selección germana tuvo un excelente comienzo y amplió, poco a poco, la ventaja en el primer lugar. Mientras a miles de kilómetros de distancia las tropas de Hitler avanzaban sobre Polonia, en Buenos Aires alemanes y polacos disputaban más que un título olímpico de ajedrez.

Las últimas dos rondas fueron muy interesantes y aunque desde Europa las noticias de la conflagración no se detenían, durante esos días el ajedrez ocupó titulares en los periódicos de la capital argentina, junto a los mapas de la Polonia invadida. La actividad sobre mi cubierta se volvió frenética. El viaje de regreso estaba cada vez más próximo, porque solo faltaba un día para conocer al nuevo campeón.

Aunque muchos lo deseaban, Polonia no pudo sobrepasar a los alemanes quienes se proclamaron monarcas, por la mínima diferencia de media unidad.  Ellos fueron el único equipo invicto del certamen. Esa noticia llegó rápidamente al muelle y los preparativos se intensificaron. La travesía prometía ser mucho más larga que la anterior, por el control marítimo que de seguro ya ejercían los nazis. Pero entones vino una enorme sorpresa.

Cuando escuché la noticia, comprendí que retornaría mucho más ligero, pues todo el equipo alemán decidió permanecer en Argentina, por las facilidades que ofreció el gobierno de ese país; pero no estuvieron solos en el exilio voluntario, ya que muchos los secundaron, especialmente aquellos de origen judío. En Buenos Aires quedaron los polacos Miguel Najdorf y Paulin Frydman; también el sueco Gideon Stahlberg y los checos Jiri Pelikan y Karel Skalicka.

Algunos permanecieron allí para siempre; otros esperaron el fin del conflicto bélico para retornar a sus antiguos hogares, la mayoría destruidos por una guerra que dejó una secuela de decenas de millones de muertos. Conmigo regresó la rusa, nacionalizada británica, Vera Menchik, quien logró su novena corona mundial consecutiva. Este fue su último viaje, pues murió en 1944, en Londres, víctima de un bombardeo nazi.

Años después supe que Najdorf adoptó la ciudadanía argentina y bajo esa bandera compitió hasta el fin de sus días. Su esposa y su hija murieron en el Holocausto de Varsovia. Sobre mí les cuento que tuve un triste regreso a un continente que quedaría devastado en menos de un lustro. Nunca más volvieron a hablar de mi travesía. ¿Cuántos ajedrecistas se salvaron de una muerte casi segura, gracias a que pudieron abordarme, rumbo a Sudamérica? Me enorgullece pensar que fueron muchos. Luego me perdí en la desmemoria y la guerra casi termina conmigo; pero por siempre estaré orgulloso de que me recuerden como el “Arca de Noé” del ajedrez.

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