Las premiaciones son momentos inolvidables, porque después de un enorme esfuerzo, el atleta recibe su presea y escucha el himno de su país. En la centenaria historia de los Juegos Olímpicos de la era moderna han ocurrido hechos muy curiosos relacionados con las ceremonias. Por ejemplo, en los Juegos de Helsinki, en 1952, el corredor Josy Barthel, del Gran Ducado de Luxemburgo, triunfó en los 1500 metros planos; pero, de seguro, no recordó con agrado la premiación, pues aunque le entregaron el título, la banda de música no pudo interpretar el himno de su país…porque esa pieza no figuraba en el repertorio.
Años después, en 1968, en los Juegos de Ciudad México, los corredores estadounidenses Tommie Smith y John Carlos protagonizaron una de las mayores protestas políticas en citas estivales. Smith ganó los 200 metros planos, mientras John Carlos entró en la tercera posición. En la ceremonia, cada uno recibió su medalla y la orquesta comenzó a interpretar el himno estadounidense.
Mientras las banderas ascendían lentamente, Tommie y John Carlos, de forma simultánea, agacharon su cabeza y levantaron el puño derecho uno, el izquierdo el otro. Ambos llevaban un guante negro. Los rumores se esparcieron por todo el estadio. Ni siquiera se respetó el obligatorio silencio ante el himno.
Tommie y John Carlos mantuvieron esa postura hasta que concluyó el himno y luego se retiraron a la villa olímpica. Ellos sabían que algo iba a pasar y las autoridades del Comité Olímpico Internacional, encabezadas por el polémico presidente norteamericano Avery Brundage, se encargaron de castigar, por todos los medios posibles, a los dos audaces atletas que habían encontrado una forma original de protestar por la discriminación racial que imperaba en Estados Unidos.
GLORIA Y TRAGEDIA
En las citas estivales varios atletas han mostrado que son capaces de sobreponerse a las adversidades físicas. En la edición de Helsinki, en 1952, la danesa Liz Hartel asombró a todos por su medalla de plata, en la equitación. Ocho años antes, Hartel enfermó de polio y perdió la movilidad en sus piernas. Ella necesitaba ayuda para subir y bajar del caballo; pero nada de esto le impidió brillar en la capital finesa.
Una historia similar vivió la gran corredora norteamericana Wilma Rudolph. A los seis años atravesó por un momento muy difícil, porque sufrió un ataque de poliomielitis que le dejó paralizada una pierna durante un largo tiempo. No obstante, ella perseveró en su empeño de triunfar en el atletismo.
En 1958 se convirtió en mamá y dos años más tarde, en 1960, obtuvo un puesto en la selección olímpica norteamericana que intervino en los Juegos de Roma. Allí, Rudolph dejó boquiabiertos a muchos, al triunfar en las pruebas de 100 y 200 metros planos.
Otro atleta que se sobrepuso a una fuerte dolencia fue el nadador norteamericano Dick Roth. En los Juegos de Tokio, en 1964, los médicos de la delegación detectaron que los fuertes dolores que aquejaban al deportista eran por causa de una apendicitis. Esto, lógicamente, lo hubiera llevado al quirófano de inmediato; pero el estadounidense se negó a ingresar en un hospital…hasta que no concluyera su competición. Asombrosamente Roth ganó el título y solo entonces fue que aceptó pasar al salón de operaciones.
Para otros deportistas, las citas estivales dejaron huellas terribles. Quizás el caso más recordado sea la triste historia del maratonista japonés Kokichi Tsuburaya. En la Olimpiada de Tokio, en 1964, Tsuburaya esperaba regalarle a los fanáticos nipones un triunfo en la maratón.
El 21 de octubre de 1964 el japonés entró en el estadio olímpico en la segunda posición. Por delante iba el indetenible etíope Abebe Bikila quien retuvo su corona; aunque esta vez sí corrió con zapatos. Tsuburaya luchó por la medalla de plata; sin embargo, en los últimos 200 metros el británico Heatley lo sobrepasó y, por tanto, el nipón finalizó con el bronce. Era la primera ocasión, en 28 años, que un japonés volvía a subir a un podio olímpico del atletismo; pero el resultado fue decepcionante para Tsuburaya y sus entrenadores.
Durante los siguientes años, Kokichi, quien formaba parte de las Fuerzas armadas de Autodefensa, recibió un fortísimo entrenamiento, con un único objetivo: triunfar en los Juegos de Ciudad México, 1968. Tsuburaya cumplió fielmente la orden militar; pero, en 1967, sufrió dos serias lesiones que lo obligaron a permanecer tres meses en un hospital. Al recibir el alta médica, su cuerpo no respondía de la misma forma y quizás en ese momento comprendió que no podría ganar en la capital mexicana.
El 9 de enero de 1968, nueve meses antes de los Juegos Olímpicos, el universo deportivo quedó conmocionado al conocer el suicidio de Tsuburaya. El corredor se seccionó la carótida, con una navaja de afeitar. En la última nota que escribió dijo: “Estoy demasiado cansado para correr más”. Las múltiples presiones que recibió por parte de las autoridades japonesas, más elementos culturales de la idiosincrasia nipona se combinaron en el trágico desenlace.