Poco después de vencer a Fabiano Caruana, en la primera de las partidas rápidas que decidieron el match por la corona mundial de ajedrez, efectuado en Londres, el noruego Magnus Carlsen levantó su puño derecho, en una celebración poco habitual en un deporte donde los jugadores, por alguna regla no escrita, suelen guardar sus sentimientos para la intimidad del hogar o de la habitación de un hotel. El campeón universal, tan amante del fútbol, pareció más a un goleador que durante mucho tiempo estuvo en la búsqueda de una anotación que se le hizo esquiva. Logró su gol, en la lotería de los penales, y a partir de allí lo que muchos pronosticamos como una jornada intensa se convirtió en un paseo donde el rey volvió a acallar a sus críticos.
El match de Londres quedará en la historia como el único, en más de un siglo y medio, que no tuvo ganador en las partidas clásicas. Los dos contendientes tuvieron oportunidades, algunas más claras que otras, pero lo cierto fue que nunca pudieron concretar y el maratón de tablas resultó, cómo negarlo, aburrido. Quizás el punto más controversial haya llegado en la duodécima partida, en la que Carlsen logró una posición muy ventajosa; sin embargo, antes de sentarse frente al tablero ya el campeón había decidido que no arriesgaría nada, porque, dos días después, podría jugar el tiebreak de partidas rápidas, donde él es y lo sabe, por mucho, el mejor del planeta.
Su decisión fue cordialmente odiada por el reino de Caissa, con especial énfasis en dos anteriores monarcas, Garry Kasparov y Vladimir Kramnik quienes consideraron que el noruego había perdido su condición de favorito. Tras superar en las tres partidas rápidas a Caruana, Carlsen tuvo palabras para sus ilustres predecesores: “ellos tienen derecho a tener sus estúpidas opiniones”.
Por segunda ocasión consecutiva un match por el título mundial encontró decisión en las partidas rápidas y esto, con cierta dosis de lógica, molestó a muchos. De seguro los amantes del fútbol tampoco quieren que la Copa Mundial se decida en los penales, pero tras 120 minutos, es imposible continuar jugando. La FIDE ha tratado de impedir, a toda costa, rápidos empates y por eso en los últimos matches los jugadores no pueden firmar tablas antes de realizar 30 movimientos; pero los organizadores no tienen manera de prevenir que los dos ajedrecistas opten, ante una posición que consideran igualada, dividir la unidad y esperar al día siguiente. Por tanto, las partidas rápidas son un mal necesario. ¿Justas? No, tal y como sucede con todos los sistemas de desempate en el mundo deportivo. Ya no vivimos-afortunadamente- en los tiempos en que Kasparov y Karpov jugaban seis meses seguidos.
Caruana fue un gran rival. “Él más fuerte que he enfrentado en los matches”, consideró Carlsen. La preparación del estadounidense, asesorado entre otros por el cubano Leinier Domínguez, fue excelente y en las partidas clásicas defendió muy bien posiciones complicadas y llegó a tener reales opciones de inclinar el rey de su rival; sin embargo, las desaprovechó. Luego, no pudo controlar la presión en los cotejos rápidos y, tras dejar escapar las tablas en el duelo inicial, se desmoronó por completo. Perdió 3-0 el tiebreak, pero para todos quedó claro que la separación con Carlsen es tan estrecha como los tres puntos ELO de diferencia en el ranking mundial de ajedrez clásico.
Un detalle curioso de la clausura: tras repartir 625 mil dólares para Carlsen y 450 mil para Caruana, el organizador del match, Ilya Merenzon, agradeció a los jugadores por “hacer grande al ajedrez nuevamente”. El presidente de la FIDE, el ruso Arkady Dvorkovich, por supuesto que percibió la analogía con la frase retomada por Donald Trump. “El ajedrez siempre fue y es un gran juego. No tienen que hacerlo grande”, aseveró posteriormente en su discurso. En Londres, Carlsen y Caruana, sin cumplir totalmente las enormes expectativas que rodearon al match, mostraron cuán grande y complejo es el juego ciencia.
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