Ante el sonido del disparo, los ocho hombres extendieron sus cuerpos y se aprestaron a devorar los primeros cincuenta metros con la mayor celeridad posible. Luego del esfuerzo inicial por debajo del agua, emergieron y comenzaron las impetuosas brazadas. Solo 100 metros los separaban de la gloria olímpica. Desde las gradas, los fanáticos apostaban por el triunfo de sus dos representantes. Eran los Juegos de Atlanta. Era 1996 y en ese momento, mientras intentaba aventajar a un rival, es poco probable que uno de los ocho atletas inmersos en la final, un cubano, un intruso entre tantos países con una enorme tradición en las piscinas, comprendiera que estaba involucrado en la competencia más importante en la historia de la natación cubana.
El ritmo de sus brazadas se incrementó y quizás, al mismo tiempo que vigilaba con el rabillo del ojo la impresionante marcha del norteamericano y favorito Jeff Rouse, el cubano recordaba la primera vez que entró en una piscina, no ya como un divertimento lógico en el tiempo vacacional, sino con intenciones de ganar una medalla.
Los entrenadores lo captaron para el polo acuático, pero una afortunada enfermedad—si es que existe— lo obligó a guardar cama y cuando quiso retornar, estaba completa la matrícula del polo y el niño tuvo que optar por la natación. Aquella decisión marcaría su vida; sin embargo, eso no importaba ahora. Él solo necesitaba descontar la diferencia que ya tenía Rouse. Tarea muy difícil, como lo fue el ingresar con apenas 15 años a la selección nacional y en menos de un lustro ser considerado el mejor espaldista del país.
Cumplieron los 50 metros, dieron la vuelta y Rouse seguía en la punta. A escasos centímetros iba él. Tenía fama de saber rematar en los finales y esta característica la había alcanzado, en gran medida, por los miles de kilómetros nadados en los miles de días de entrenamiento, días cálidos que calentaban el agua de la piscina y otros muy fríos, donde la sola idea de tener que abandonar la cama para adentrarse en las heladas aguas de la piscina, podía hacer desistir a cualquiera. No a él. Se mantuvo en la elite por más de una década, brilló frente al público habanero en los Panamericanos de 1991 y su presea de plata fue muy disfrutada. Su nombre comenzó a sonar con más fuerza después del doblete dorado en 100 y 200 metros en los Juegos Mundiales Universitarios, celebrados en Buffalo, en 1993, con récord mundial universitario incluido; aunque un año antes había clasificado a su primera final olímpica, la de Barcelona, en la que concluyó séptimo.
Más adelante llegarían las múltiples medallas en citas mundiales de curso corto, en especial los dos títulos logrados en Río de Janeiro, en 1995, contra varios de los más brillantes espaldistas del planeta. Ese fue el preámbulo de lo que sucedería en Atlanta; sin embargo, en la piscina norteamericana los 80 metros se habían escapado mucho más rápido de lo esperado y Rouse mantenía la delantera y las fuerzas del cubano no parecían capaces de sobrepasar el ímpetu del nadador local. Necesitaba un esfuerzo final. Sincronizar más el movimiento de los brazos, oponer menos resistencia al agua y entonces esperar.
Casi al unísono cuatro hombres tocaron la piscina y con la acción detuvieron el andar de los cronómetros. De inmediato se volvieron hacia la enorme pizarra, situada frente a ellos. La espera no demoró mucho y confirmó lo esperado: el favorito, Jeff Rouse, había convertido su medalla de plata olímpica, lograda en Barcelona, por el título en Atlanta. Pero la pizarra también mostró una gran sorpresa, en realidad, dos. Debajo del nombre del estadounidense apareció el del cubano Rodolfo Falcón. En ese instante, los duros días de entrenamiento, el frío y las lesiones, pasaron al olvido. Falcón estaba en la cúspide, en un sitio inexplorado por la natación antillana. Para hacer la sorpresa aún mayor, otro cubano, Neisser Bent, concluyó en la tercera posición, por delante del veterano español Martín López-Zubero.
Después de la experiencia en Atlanta, la carrera de Falcón continuó en ascenso. En 1999 obtuvo los títulos en 50 y 100 metros espalda en el Mundial de curso corto, celebrado en Hong Kong, y en la cita panamericana de Winnipeg finalmente pudo subir a lo más alto del podio, porque ya había obtenido la presea de plata en Mar del Plata, 1995.
Todavía tuvo fuerzas Falcón para una tercera incursión olímpica. No es un secreto que la vida activa de los nadadores no suele sobrepasar los 25 años; pero Falcón mantuvo resultados estables y aunque arribó a los Juegos de Sydney, en 2000, con 28 años, muchos le concedían oportunidades de alcanzar otra presea olímpica. En esa temporada había obtenido la plata en los 100 metros y el bronce en los 50 metros del Mundial de curso corto, efectuado en Atenas.
Sin embargo, Falcón no tuvo un buen día y apenas clasificó para la final B de los 100 metros. Así terminaron sus jornadas olímpicas. Rodolfo Falcón se retiró con varias marcas nacionales en su poder y un cuarto lleno de medallas obtenidas en las más de dos décadas dedicadas por completo a la natación. En él también resalta que pudo licenciarse en Derecho por la Universidad de La Habana. Hoy se mantiene cerca de las piscinas, aunque la relación con ellas ha cambiado. Ahora su energía como Comisionado nacional está centrada en recomponer la natación cubana. Esa misión luce tan complicada como el enfrentamiento de 100 metros frente a Jeff Rouse, en la Olimpiada de Atlanta.
A pesar de que la natación no es de los deportes que despierta grandes pasiones en Cuba, creo que Falcón es uno de los deportistas más admirados del país.